¡Es un campeón que nunca perdió su Santa Fe!
El equipo prendió la fiesta de los hinchas que, pese al 1-1 final, celebraron la octava estrella.
Esta vez no se necesitaron esas habituales plegarias que pedían al cielo piedad; no hubo el infartante minuto de Dios; no hubo una probable tanda de penaltis. El corazón, aunque exaltado, no estuvo en la mano de fanáticos desesperados. Esta vez no hubo el eterno sufrimiento, quizá sí, tensión. La octava estrella de Santa Fe llegó con algo que desconocían los santafereños: algo, al menos un poco, de tranquilidad. (Lea aquí: Camilo Vargas fue el héroe de la mágica noche cardenal.)
Justo cuando la euforia estaba salpicada de silencios, cuando los rugidos parecían hacerse mentalmente, cuando el segundo tiempo apenas cobraba vida y quizá se presagiaba una final a lo ‘santafereño’, sufrida, apareció el paladín de turno para calmar las ansias. El pequeño Luis Carlos Arias, con su remate feroz, tocó el cielo y bajó la octava estrella de Santa Fe. No solo fue el gol del título, fue el de la tranquilidad. (Lea aquí: Santa Fe empató 1-1 con el DIM y es ocho veces campeón.)
Las banderas, cientos, miles, se sacudieron; los cuerpos congelados por un frío atroz reaccionaron en cadena, en manada; temblaron las tribunas, latió El Campín. Arias, mientras tanto, alzaba los brazos, miraba al cielo absorto, como inmerso en la inmortalidad que su gol le acababa de otorgar. (Lea aquí: Cinco claves del por qué Santa Fe es campeón.)
Santa Fe por primera vez en su sufrida historia quería evitar la angustia. Quería escapar del eterno sufrimiento. Quería ahorrar infartos, penitencias, rezos y plegarias. Tenía la ventaja de la victoria en Medellín, 1-2. Tenía todo para tener una noche gloriosa, tranquila. Pero es Santa Fe. Los nervios corren por su sangre roja. (Lea aquí: Así fue el camino de Santa Fe hasta ganar una nueva estrella.)
Celebración del gol de Santa Fe, en el partido de vuelta de la final de la Liga. (Mauricio Moreno/ETCE)
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En los primeros 45 minutos, aún con el 0-0, hubo una acostumbrada tensión en las tribunas, un nerviosismo habitual. Una pelota rescatada casi en la línea de gol por Camilo Vargas y un remate salvaje de Vladimir Marín, que le devolvió el horizontal, tuvieron que despertar un clamor en ambas hinchadas. “Es la suerte del campeón”. (Lea aquí: Camilo Vargas fue el héroe de la mágica noche cardenal.)
Santa Fe carecía de Omar Pérez, su guerrero más genuino, quien arrancó en el banco de suplentes y solo ingresó en el último instante para desatar la euforia colectiva. En la cancha estuvo en su reemplazo Armando Vargas, un volante atrevido, corajudo, y quien fue el más vistoso. (Lea aquí: Gustavo Costas logró su quinto personal.)
No fue una primera parte brillante en fútbol, ni con despliegue de talento ni con aquellas jugadas de fantasía que tanto corean los más eufóricos hinchas cardenales. Más bien fue un partido tranquilo, controlado, inteligente. ¿Que si hubo sustos para Santa Fe?, los de siempre. Pero no entró en pánico. Quería exorcizar los sufrimientos.
Medellín, que perdió muy temprano la cabeza, con la expulsión de su técnico Hernán Torres, buscó su hazaña con su toque-toque tremendo. Se fue acercando con Marrugo, con el peligroso Cano, se fue entusiasmando. Sin embargo, su inspiración, pese a buena soprtunidades bien resueltas por el arquero Vargas, no le alcanzó para abrir el marcador o evitar el gol de Arias, el de la tranquilidad, el inolvidable.
Los más acérrimos hinchas lo recordarán bien: un minuto de juego de la segunda parte. Una pelota mal rechazada por la defensa del Medellín. Un rebote inesperado, prodigioso, milagroso para Arias, quien empalmó con el alma, con el corazón. La pelota tomó la ruta inatajable del gol. Un golazo que tiene 38.000 testigos eternos.
Hinchas de Santa Fe. (Mauricio Moreno/ETCE)
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En esa segunda parte, Santa Fe no espantó del todo los fantasmas. Medellín se acercó, luchó y consiguió un gol capaz de aterrorizar a los más pesimistas aficionados cardenales. Andrés Mosquera, un defensor, empujó de cabeza la pelota. Quedaba un minuto de juego. Tiempo insuficiente para el DIM.
El silbatazo final tuvo que sonarle como música a los santafereños. De inmediato nacieron los coros furibundos que le gritaron al mundo que Santa Fe es nuevamente campeón, y por octava vez. Solo que en esta ocasión no se hablará del eterno sufrimiento, sino más bien de un campeón optimista, que nunca perdió la fe, ¡su Santa Fe!
PABLO ROMERO
Redactor de EL TIEMPO
Redactor de EL TIEMPO
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